El día que Manuel murió

El día que Manuel murió

No estaba seguro por qué, pero ese día Manuel despertó sabiendo que moriría. Desconocía el cómo y el dónde, pero sabía, quizás porque lo había soñado, que perecería antes de que terminara el día. Era extraño el presentimiento y esto es entendible: a nadie le parecería común y corriente el vaticinio de la propia muerte, sobre todo porque Manuel gozaba de excelente salud, porque ese día era martes y los martes no hacía más que ir a trabajar temprano y volver de la facultad tarde, porque no tenía problemas con nadie que pudiera hacerle daño y, sobre todo, porque absolutamente nada indicaba un anticipo de muerte segura.

«Es solo un presentimiento», se decía frente al espejo, mientras se afeitaba. Sin embargo, miraba con desconfianza la pequeña navaja. «Quizás justo tiembla y, en el zarandeo, me rebano la garganta accidentalmente», seguía pensando. «Quién podría imaginarlo». Pero no tembló, no hubo zarandeo y la garganta de Manuel permaneció intacta al concluir la afeitada. Afortunadamente vivo, prosiguió su día como siempre.

Media hora después del suspenso vivido en el baño, sonaba fuera la bocina del compañero de trabajo de Manuel cuyo apellido comienza con “Sch-”, pero que nuestro protagonista aún no aprende bien cómo se escribe. Puntual como siempre, Manuel subió al auto de su colega a las ocho menos veinte. Ya en viaje hacia la agencia, le comentó a ¿Schwertzer? las impresiones que tenía sobre la parca venidera.

—Creo que todos tenemos esa sensación de vez en cuando.

—Puede ser, pero esta vez siento que es verdad.

—Sí, todos sentimos eso también. Según en qué día nos agarra, hasta podemos llegar a querer que suceda.

—Yo no quiero morir todavía. No estoy preparado.

—Siempre es pronto para morir.

En la agencia, Manuel esperaba distraerse y dejar de pensar en esas cosas. Sin embargo, todo le remitía al presentimiento. Parecería fácil evitar pensar en la muerte cuando se trabaja en una concesionaria, ya que nada refiere a ella. Aun así, Manuel la veía en todos lados, la escuchaba en todas las palabras. La idea de la muerte cercana estaba en su cabeza y nada podría quitarla de allí.

La jornada laboral terminó y el protagonista ya no intentaba evitar al presentimiento. Había asumido que moriría antes de que terminase el día, así que empezó a hacerse otros planteos: cómo preferiría morir, dónde podría tener lugar el hecho, quién iría a su funeral, qué dejaría para la posteridad.

Mientras Sch- lo llevaba hasta la parada del colectivo, Manuel le trasmitió sus dudas.

—Estás muy preocupado por cosas banales.

—¿Por qué “banales”?

—Y sí… Ya vas a estar muerto. Qué te importa dónde moriste o qué pasa después de eso.

—Entonces, ¿no debería preocuparme?

—Yo digo que no debés preocuparte porque todo esto no es más que un presentimiento infundado. Pero si te vas a preocupar por algo, que sea por lo que vas a hacer con tus últimas horas de vida. Euh, ¿ese no es tu colectivo?

—Uh, sí, me bajo acá. ¡Gracias!

Debió correr unos metros, pero Manuel alcanzó el transporte público justo a tiempo. Se sentó agitado y, después de recuperar el aliento, se relajó mirando por la ventana. «Hay tantas formas de morirse», se dijo. «Espero que la mía sea indolora». Luego recordó lo hablado con ¿Schwatscer? y concluyó que su compañero tenía razón: ¿qué haría con las horas que le restaban de vida?

La respuesta llegó a su cabeza rápidamente. Tomó su celular y le escribió un mensaje a su colega para preguntarle cómo se escribe su apellido. «¡No era tan complicado!». Concluida esta primera resolución, Manuel se quedó sin ideas. No se le ocurría qué hacer hasta que vio un cartel en la calle. Era de una universidad y tenía el siguiente eslogan: “Hacé que las cosas sucedan”. Manuel pasó el resto del viaje en el colectivo intentando resolver qué cosas quería que sucedieran.

El día que Manuel murió

Al llegar a la facultad, no entró a la clase que le correspondía, sino que se dirigió a una cátedra que había cursado el año anterior. La clase ya había comenzado cuando Manuel irrumpió en el aula. El profesor lo miró extrañado. En medio del murmullo de los alumnos, el docente lo interpeló:

—¿Qué sucede, joven?

—Lo que sucede es que usted, estimado profesor, es un pedazo de mierda.

El murmullo cesó, aunque se oyeron algunas risas.

—¿Disculpe?

—No lo disculpo. Usted es una mierda. El año pasado desaprobó mi trabajo final solamente porque discutimos sobre política en la clase. Seguro no se acuerda, pero yo no me olvido más. Usted es una porquería y deberían despedirlo ya.

Manuel salió del curso dando un portazo. Se sentía bien por lo que acababa de hacer. De todas formas, hoy moriría y no tendría que volver a ver a ese profesor ni a ninguno de los alumnos que presenciaron la escena. ¿Qué debería hacer ahora? Lo sabía muy bien.

Entró a su clase. Haciendo caso omiso a la profesora y sus enseñanzas, caminó hasta donde estaba sentada Vanina y le pidió que saliera del aula un momento.

—¿Qué pasa, Manu?

—Vani, me gustás desde el primer año.

—¿Qué?

—Eso, no es tan difícil.

—Bueno, pero para mí solo sos un ami…

—No, pará. No es eso nada más.

—¿No?

—No. Me gustás desde hace años, pero nunca te dije nada porque me parece que sos bastante creída.

—¡¿Cómo?!

—Sí, te creés que todos tienen que estar a tus pies. Pero no es así. Si fueras un poco más empática, te habría dicho lo que me pasa hace tiempo. Ni siquiera sé por qué me gustás.

—Porque te parezco linda.

—¿Ves lo que te digo? La verdad es que sos insoportable. Es más, ahora que te dije todo, me doy cuenta que no me gustás para nada. Te había idealizado, pero ahora pienso que sos demasiado creída para mí.

—Me parece que el creído sos vos y no soportás que te rechacen.

—Sí, puede ser. Pero bueno, ya es tarde para cambiar.

—¿Por qué es tarde?

—No te importa.

—Sí me importa. Te dije que sos mi amigo.

—En realidad, no alcanzaste a decirlo porque no te dejé. Puede ser que tengás razón. Yo soy el creído. Me acabás de dar una idea. Gracias, Vani.

Manuel salió corriendo ante la mirada incrédula de Vanina. Se subió al primer taxi que encontró. Después de darle una dirección hacia dónde dirigirse, tomó su celular y marcó el número de su hermana. Lo atendió el contestador automático.

—Paula, soy yo. Bueno, ya sabés que soy yo, lo dice en tu celular. Quería pedirte perdón. Después de lo que pasó con el viejo, me distancié mucho de vos y de la viejita. No supe actuar bien. Actué para la mierda, en realidad.

»Soy un creído, me acabo de dar cuenta. Espero que no sea tarde. Perdoname por no hablarles nunca desde entonces. Ahora estoy yendo a la casa de la viejita. Tengo que pedirle perdón a ella también. No sé cómo explicarte esto, pero no me queda tiempo.

»Perdón por lo mal que me comporté y perdón por esperar hasta último momento para decir todo esto. Te quiero, Pau. Cuidame a la viejita.

Al cortar, le pidió al taxista que se apure. No quedaban muchas horas del día y quería aprovecharlas todas para pasar tiempo con su madre. El taxista apretó el acelerador hasta el fondo. «Más rápido, más rápido». El taxi se disparó a toda velocidad por la autopista.

Cuando debía bajar en la calle indicada por Manuel, un auto se cruzó en el camino y el taxista giró bruscamente el volante. El taxi volcó y Manuel salió despedido por una ventana. Golpeó contra el pavimento. Quedó tendido en el suelo.

En un último segundo de consciencia, mientras la sangre brotaba torrencialmente de su cabeza, Manuel pensó: «Schwazer tenía razón. Es demasiado pronto».

 


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Publicado por Luciano Rodríguez

Además de escritor: falso cineasta, fotógrafo aficionado y pésimo ukelelista. Autopercibido como sujeto crítico con delirios megalómanos. A veces hablo en serio.

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